lunedì 14 settembre 2015

Tabula rasa.

Pequeños grandes pasos hacia la clase punto cero.


 
 
Hacer tabula rasa. Con esta expresión se designaba en la Antigua Roma al hecho de borrar el contenido en las tablillas de cera que se usaban en las escuelas de escritura con la intención de reutilizarlas. En nuestra época de tabletas digitales diríamos algo así como "reiniciar" o, si nos doblegamos al anglicismo, "resetear". Deshacer para hacer. Destruir para volver a construir.
 
Más paralelismos curiosos: el sistema educativo romano se llamaba ludus ("juego"). Estaba dividido en tres grados: Ludus Principalis (escuela primaria), Ludus Grammaticus (escuela secundaria) y Ludus Rhetoricae (especie de universidad). Y nosotros que creíamos haber inventado la gamificación...
 
Me vienen a la cabeza las ideas de un calagurritano ilustre, Marco Fabio Quintiliano (s. I d.C.), maestro y educador de familias imperiales. Una personalidad que, gracias a la enseñanza, consiguió brillar con luz propia en un mundo (el del imperio) donde las libertades republicanas ya no existían, y la educación oratoria tenía como único fin el del prestigio social. Quintiliano era de ideas modernas: propugnaba que los temas escolares tenían que estar inspirados en la realidad y ser útiles para la vida, que un maestro "tiene que responder con agrado a las preguntas de los unos, y a los otros preguntarles por sí mismos", que el juego es fundamental en las edades tempranas para no llegar a aborrecer el estudio... En el libro I de sus Institutio Oratoria Quintiliano hacía notar que "tanto más es la facilidad con que los niños aprenden las cosas pequeñas; y así como hay ciertos movimientos a los que solo puede hacerse el cuerpo tierno, así también sucede con los ánimos, que endurecidos se inhabilitan para la enseñanza".
 
A renovarse, pues. No seré yo quien desdiga lo que otros dijeron tan bien dicho. Si en mi anterior entrada os presentaba los retos que me había propuesto para este nuevo curso académico, ahora os presento los del equipo de trabajo del que formo parte para la digitalización del centro de educación secundaria donde trabajo.
 
 
 
 
 
 
Partiendo de la idea de que es necesario aligerar el peso que ciertos mecanismos burocráticos y mentales tienen hoy en día en la enseñanza reglada, queremos introducir progresivamente la desmaterialización de algunos procesos. Fundamentalmente, para que la energía que debería fluir en todo proceso de enseñanza-aprendizaje no se pierda inútilmente por el camino, y llegue a donde tiene que llegar, que es al alumno como sujeto en formación. Y para que el docente, no nos olvidemos, ocupe el lugar que debería ocupar, es decir, el de facilitador de contenidos, y se sienta gratificado por ello.
 
El proyecto es ambicioso, pero es que tiene que serlo. Tenemos que tener ganas de innovar (pero sobre todo buenas ideas) para conseguir que nos financien la infraestructura necesaria que nos permita, el año que viene, empezar al cien por cien con nuestra clase punto cero.
 
 
 
Y ahora os voy a contar una anécdota personal. La semana pasada, el día antes de empezar las clases, tuvo lugar el claustro docente de todos los grados de escuela de mi instituto (infancia, primaria y secundaria). Llegó el momento de la presentación de los proyectos para su aprobación. Sabía que iba a tener que ilustrar el de mi equipo de trabajo, así que me había preparado a conciencia. Llegó mi turno, y defendí el proyecto con toda la convicción y determinación que fui capaz. Al término de mi intervención, sin embargo, se hizo en la sala un profundo silencio. Duró apenas unos segundos, que a mí me parecieron eternos, y en los que creí estar precipitándome en la más oscura de las tinieblas...
 
Hasta que por el rabillo del ojo me di cuenta de que mi directora (que no es precisamente una persona dada a manifestar sus emociones en público) me estaba mirando fijamente y sonreía. Brava, professoressa, dijo, rompiendo aquel maléfico hechizo. Y entonces, como si de una película se tratase, un aplauso partió desde el fondo de la sala, y prendió rápidamente como un reguero de pólvora, hasta que se convirtió en un estruendo. Quedaron en silencio solamente unos cuantos escépticos, que se volvían, incrédulos, o bajaban la mirada con gesto de preocupación.
 
Sometido a votación, el proyecto fue aprobado, no por unanimidad, pero sí por abrumadora mayoría. Agradecí el veredicto a mis compañeros, con una mezcla de evidente timidez y manifiesta resolución, algo que ni yo misma sabría explicar. Y volví a mi asiento. "Hay que ver las cosas que me pasan a mí", pensé.
 
De vuelta a casa, empecé a madurar la idea de que a veces la diferencia entre lo viejo y lo nuevo, lo accesorio y lo importante, lo imposible y lo posible, puede ser aparentemente muy pequeña, pero realmente esencial. Como en aquella ocasión en la que cuentan que un noble patricio le preguntó a Quintiliano qué es lo que él consideraba que era necesario aprender para obtener lo máximo en la vida. A lo que el maestro hispano, impasiblemente, contestó: Non multa, sed multum ("No muchas cosas, sino mucho").
 
 


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